Mi vida

Mi vida

“León Trotsky escribió una vez: ‘La locomotora de la historia es la verdad, no la mentira’. Es muy importante restablecer la verdad histórica en el mar de confusión, falsificaciones y alteraciones en el marco de la lucha de clases creada por los opresores y explotadores del mundo, en un intento de mantener el statu quo. La publicación de la autobiografía de mi abuelo, Mi vida, es un paso importante para establecer la verdad”. Esteban Volkov

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Esta obra ha sido tomada de la edición digital de Titivillus con agregados del Centro de Estudios Socialistas Carlos Marx.



 

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Ianovka

Tiénese a la infancia por la época más feliz de la vida. ¿Lo es, realmente? No lo es más que para algunos, muy pocos. Este mito romántico de la niñez tiene su origen en la literatura tradicional de los privilegiados. Los que gozaron de una niñez holgada y radiante en el seno de una familia rica y culta, sin carecer de nada, entre caricias y juegos, suelen guardar de aquellos tiempos el recuerdo de una pradera llena de sol que se abriese al comienzo del camino de la vida. Es la idea perfectamente aristocrática, de la infancia, que encontramos canonizada en los grandes señores de la literatura o en los plebeyos a ellos enfeudados. Para la inmensa mayoría de los hombres, si por acaso vuelven los ojos hacia aquellos años, la niñez es la evocación de una época sombría, llena de hambre y de sujeción. La vida descarga sus golpes sobre el débil, y nadie más débil que el niño.

La mía no fue una infancia helada ni hambrienta. Cuando yo nací, mi familia había conquistado ya el bienestar. Pero era ese duro bienestar de quienes han salido de la miseria a fuerza de privaciones y no quieren quedarse a mitad de camino. En aquella casa, todos los músculos estaban tensos, todos los pensamientos enderezados hacia una preocupación: trabajar y acumular. Ya se comprende que, en tales condiciones, no quedaba mucho tiempo libre, para dedicarlo a los niños.

Y si es verdad que no supimos lo que era la miseria, tampoco conocimos la abundancia ni las caricias de la vida. Para mí, los años de la niñez no fueron ni la pradera soleada de los privilegiados ni el infierno adusto, hecho de hambre, violencia y humillación, que es la infancia para los más.

Fue la niñez monótona, incolora, de las familias modestas de la burguesía, soterrada en una aldea, en un rincón sombrío del campo, donde la naturaleza es tan rica como mezquina y limitadas las costumbres, las ideas y los intereses.

La atmósfera espiritual que envolvió mis primeros años y aquélla en que había de discurrir mi vida desde que tuve uso de razón, son dos mundos distintos entre los que se alzan, aparte de las distancias y los años, una cordillera de grandes acontecimientos y toda una serie de conmociones interiores, que no por quedar recatadas son menos decisivas para la vida de quien las experimenta.

Cuando por vez primera me puse a abocetar estos recuerdos, cercábame, obstinada, la sensación de que no era mi propia niñez la que evocaba, sino un viaje ya casi olvidado por lejanas tierras. Y hasta llegué a pensar en poner el relato en tercera persona. Pero me abstuve de hacerlo, para que esta forma convencional no fuese a dar cierto aire “literario” a mis recuerdos, pues nada hay que tanto me preocupe como el huir de hacer en ellos literatura.

Mas, aunque se trate de dos mundos antagónicos, hay no sé qué sendas subterráneas por las que la unidad de persona se trasplanta del tino al otro. Es lo que explica, en general, el interés por las Memorias y autobiografías de hombres que, por una razón o por otra, llegaron a ocupar puestos destacados en la sociedad. Intentaré, pues, referir con algún detalle lo que fueron mi niñez y mis primeras letras, procurando no incurrir en anticipación ni prejuicio; es decir, no dar a los hechos un enfoque predeterminado, sino exponerlos sencillamente, tal como fueron, o tal como, al menos, se han conservado en mi memoria.

Más de una vez me ha acontecido creer recordar hasta los tiempos en que andaba colgado del pecho de mi madre. Hay que suponer, sin embargo, que transpondría inconscientemente a mi pasado la sugestión de lo que más tarde hube de observar en mis hermanos, pequeños. Guardo un recuerdo confuso de no sé qué escena que debió de desarrollarse debajo de un manzano, en una huerta, teniendo yo unos diez y ocho meses. Mas tampoco este recuerdo es seguro. En cambio, se me fijó bastante bien en la memoria el sucedido siguiente: Había ido con mi madre de visita a casa de la familia Z. de Bobrínez, que tenía una niña de dos o tres años. Me dijeron que yo era su novio. Nos pusimos a jugar en una sala, sobre el piso encerado. A poco, desaparece la nena y el rapaz se queda solo, arrimado a una cómoda: vive un momento de pasmo, como en un sueño. Entra mi madre con la señora de la casa. Mi madre se queda mirando para el chiquillo, luego para un charquito que hay junto a él, toma a mirar al chico, menea la cabeza con gesto de reproche, y dice: —¿No te da vergüenza?

El chico mira para la madre, se mira a sí y mira al charco, como a algo que nada tuviese que ver con él.

—¡Por Dios, déjalo; no tiene ninguna importancia! —dice la señora de la casa—. Los pobres, estaban distraídos jugando

El niño no se siente avergonzado ni arrepentido. ¿Qué edad podía tener? Unos dos años, acaso tres.

Fue por entonces cuando, paseando con la chacha por la huerta, vi la primera culebra.

—¡Mira, mira, Liova —dijo la chica, apuntando para algo que brillaba entre la yerba—; mira dónde está enterrada una tabaquera! Y cogiendo un palito, se puso a escarbar.

La niñera era también una niña, pues no tendría más de diez y seis años. La tabaquera, al hurgarla, se desenrolló y resultó ser una culebra, que se deslizó silbando por entre la maleza del huerto. La niñera, toda asustada, rompió a chillar, me cogió del brazo y salimos corriendo. A mí, me costaba trabajo todavía mover las piernas a prisa. Todo jadeante, les conté a los de casa cómo habíamos creído encontrar entre la yerba una tabaquera y había resultado ser una culebra.

Me acuerdo también perfectamente de otra escena ocurrida por aquellos años en la cocina “blanca”. Mis padres han salido y en la cocina están la criada, la cocinera y una visita. Está también Alejandro, mi hermano mayor, que ha venido a casa a pasar las vacaciones. Mi hermano se encarama con los dos pies en lo alto de una pala de madera, tomándola a guisa de zancos, y se pone a andar a saltitos por el piso de barro de la cocina. Le pido que me deje la pala, intento hacerlo yo también, caigo de bruces contra el suelo y me echo a llorar a gritos. Alejandro me levanta, me besa y, en brazos, me saca de la cocina.

Acaso tuviese cuatro años cuando me montaron en una yegua grande, de pelaje gris, mansa como un cordero; estaba a pelo, sin freno ni silla, con un ramal al pescuezo solamente. Abría las piernas cuanto pude y me aferré a la crin con las dos manos. La yegua me llevó, con un andar muy suave, y acertó a pasar por debajo de un peral, una de cuyas ramas me azotó en el vientre. Sin darme cuenta de lo que pasaba, resbalé por el lomo del animal y fui a dar con el cuerpo entre la yerba.

No me dolió, pero no sabía cómo explicarme aquello.

Juguetes de tienda, apenas tuve nunca ninguno. Únicamente un caballito de cartón y una pelota que mi madre me trajo un día de Kharkov. Mi hermana la pequeña y yo jugábamos con muñecas caseras de trapo, que nos hacían tía Fenia y tía Raisa, hermanas de mi padre, y a las que la tía Fenia pintaba con lápiz ojos, boca y nariz. Aquellas muñecas me parecían a mí algo extraordinario, y todavía me parece estarlas viendo. Una tarde de invierno, Iván Vasilievich, el mecánico de la finca, me hizo un coche de cartón con ventanas y las ruedas pegadas con engrudo. Mi hermano, mayor, que estaba en casa pasando las Navidades, dijo que un coche como aquél lo hacía él de dos guantadas. Como primera providencia lo desmontó, armose de regla, lápiz y tijeras y se estuvo dibujando largo y tendido, pero luego, al recortar los dibujos, resultó que no casaban.

Los parientes y conocidos que salían de viaje me solían preguntar:

—¿Qué quieres que te traigamos de Ielisavetgrado o de Nikolaiev?

Los ojos se me saltaban. ¿Qué les pediría? Alguien venía en mi auxilio, y me aconsejaba: un caballito o libros, o lápices de colores, o unos patines.

—¡Unos patines! —concluía yo—. Pero que sean de tal marca —y decía una que le había oído a mi hermano.

Mas los viajeros, apenas trasponían el umbral, se olvidaban de la promesa. Y yo vivía días y semanas enteras alimentando mi esperanza, para luego atormentarme con el desengaño.

En la huerta que había delante de casa posose una abeja sobre una flor de girasol. Yo sabía que las abejas picaban y que había que andarse con precauciones. Arranqué, pues, una hoja de salvia y cogí con ella el animalillo. De pronto sentí una punzada horrible, y salí corriendo y chillando por el corral adelante hasta el taller en que trabajaba Iván. Éste me sacó el aguijón y me untó el dedo con un líquido, que me quitó los dolores.

Iván Vasilievich tenía un vago con tarantelas puestas en aceite de girasol. Era el remedio que se consideraba más eficaz contra las picaduras. Las tarantelas las habíamos cazado Vitia Gertopanov y yo, con un hilo que tenía atado a uno de los extremos un pedacito de cera y que se metía en el agujero. La tarantela quedábase pegada con las patitas a la cera. Luego, la guardábamos en una caja de cerillas. Pero no aseguro que esto de andar a caza de tarantelas no ocurriese ya en una época más tardía.

Me acuerdo de haber oído hablar en una de aquellas charlas con que se distraían las largas veladas invernales, de cómo y cuándo habían comprado mis padres la finca de Ianovka, de la edad que teníamos entonces los niños y de cuándo había entrado al servicio de la casa Iván.

—A Liova —dijo mí madre, mirándome con ojos de malicia— le trajimos ya listo de la alquería.

Yo echo mis cuentas para mí y digo luego, en voz alta:

—¿Entonces, yo nací en la alquería?

—No —me contestan—; naciste aquí, en Ianovka.

—¿Pues, no dice mamá que me trajeron listo de la alquería?

—Lo ha dicho por decirlo, por gastar una broma

Sin embargo, la explicación no me satisface del todo, y pienso que es una broma un poco extraña; pero nada digo. Me basta con leer en la cara de las personas mayores que me rodean esa sonrisa característica e insoportable de los iniciados. Del recuerdo de aquella velada junto al té invernal, en que nadie tiene prisa, brota una cronología. Pues habiendo yo nacido el 26 de Octubre, ello quiere decir que mis padres se debieron de trasladar de la alquería a la finca de Ianovka en la primavera o en el verano de 1879.

Fue el año en que estallaron las primeras bombas de dinamita contra el zarismo. El 26 de agosto de 1879, dos meses antes de nacer yo el partido terrorista “Narodnaia Wolia[1]”, que acababa de crearse, decretó la muerte de Alejandro II. El 19 de noviembre estalló la bomba al paso del tren real. Y comenzó la cruzada de terror que el día 1.º de marzo de 1881 había de costarle la vida al Zar, a la vez que exterminaba al propio partido ejecutor.

Un año antes había terminado la guerra ruso-turca. En agosto de 1879, Bismarck ponía la primera piedra de la alianza germano-austriaca. Fue el mismo año en que Zola publicó aquella novela “Nana” donde aparecía el futuro organizador de la “Entente”, a la sazón príncipe de Gales, luciendo su talento de conquistador de artistas de opereta. El vendaval de la reacción, que había arreciado desde la guerra franco-prusiana y la represión de la Comuna de París, seguía adueñado de la política europea. En Alemania regían ya las leyes de excepción dictadas por Bismarck contra el socialismo. En el mismo año —1879— Víctor Hugo y Luis Blanc presentaban a la Cámara francesa la petición de amnistía a favor de los communards.

Pero a la aldehuela donde yo vine al mundo y pasé los nueve primeros años de mi vida no llegaban ni el eco de los debates parlamentarios, ni el de las transacciones diplomáticas, ni aun siquiera el que levantaban las explosiones de la dinamita. En las estepas inmensas de la provincia de Kherson y en toda Novorosia reinaban con reino indisputado y regido por sus propias leyes el trigo y las ovejas. Su dilatada extensión y la falta de comunicaciones teníanlas inmunizadas contra toda posible infección política. Innúmeros montículos esteparios eran claro indicio de la gran emigración de los pueblos derramada en tiempos sobre aquellas comarcas.

Mi padre era un terrateniente que empezó trabajando en condiciones muy modestas y fue agrandando su hacienda poco a poco, a fuerza de sacrificios. Habíase emancipado de chico con su familia del suelo judío donde naciera, en la provincia de Poltava, para probar suerte en las estepas libres del Sur. En las provincias de Kherson y Iekaterinoslavia había por entonces unas cuarenta colonias agrícolas judías, pobladas por veinticinco mil almas aproximadamente. Hasta el año 1881, el agricultor judío hallábase equiparado al mujik, no sólo en derechos, sino en pobreza. A fuerza de trabajar infatigable, dura e inexorablemente sobre la primera tierra adquirida, con sus brazos y los ajenos, mi padre fue saliendo adelante poco a poco.

En la colonia de Gromokley no llevaban el Registro civil con gran rigor. Muchas partidas sentábanse a medida que iban conviniendo. Mis padres decidieron que ingresase en una escuela graduada, y como resultó que no tenía edad legal, en la certificación, hubo de anticiparse el nacimiento un año, del 79 al 78. De modo que había que llevar la cuenta de mis años por partida doble: una para la edad oficial y otra para la auténtica.

Durante los nueve primeros años de mi vida, puede decirse que apenas traspuse la raya de la aldea paterna. Ésta tenía su nombre, Ianovka, del anterior propietario Ianovsky, a quien mi padre comprara la tierra. De soldado raso había llegado a Coronel, y como gozaba del favor de sus superiores, le dieron a elegir, reinando Alejandro II, 500 desiatinas de tierra en las estepas, todavía yermas, de la provincia de Kherson. El Coronel levantó en la estepa una casuca de barro techada de paja y una granja igualmente primitiva. Pero no consiguió sacar adelante la explotación. Su familia, al morir él, volviose a Poltava. Mi padre les compró unas cien desiatinas, tomando además en arriendo hacia 200. Todavía me acuerdo perfectamente de la Coronela, una vieja seca, que solía presentarse en nuestra casa una o dos veces al año a cobrar la renta y a ver cómo andaban las cosas. Había que mandar el “coche” a buscarla a la estación y ponerle una silla para que pudiera descender de él más cómodamente. Era un carro al que le habían puesto muelles habilitándole para “coche”, pues hasta mucho más tarde no tuvimos faetón y un buen tiro de caballos. A la Coronela poníanle caldo de gallina y huevas blandas. La vieja salía a pasear a la huerta con mi hermana, y aún me parece verla arañar con sus uñas secas la resina cuajada en los troncos de los árboles y comérsela, pues aseguraba que era una deliciosa golosina.

Gradualmente iba dilatándose en nuestra posesión la superficie de tierra labrantía y el número de yuntas y cabezas de ganado. Mi padre intentó aclimatar en la finca las merinas, pero el ensayo no cuajó. En cambio, teníamos una piara grande de cerdos, que se movían a sus anchas por el corral, hozándolo todo y acabando con la huerta. La explotación llevábase celosamente, pero a la antigua.

Allí, nadie se preocupaba de averiguar más que a ojo y por tanteo qué ramas rendían beneficios y cuáles pérdidas. Por lo mismo, hacíase también imposible de todo punto tasar la hacienda. Toda nuestra fortuna estaba en la tierra, en las espigas, en el trigo; y éste, amontonado en las paneras o camino del puerto. Muchas veces, mi padre acordábase de pronto a la hora del té o de la cena, y decía:

—Apunta que hoy se han recibido 1.300 rublos del comisionista, 660 se mandaron a la Coronela y 400 se los di a Dembovsky. Y apunta, además, que di cien rublos a Feodosia Antonovna la primavera pasada, cuando estuve en Ielisavetgrado.

Ése era, poco más o menos, el método de contabilidad que se llevaba allí. Y, a pesar de todo, mi padre iba saliendo adelante, lenta y porfiadamente.

Vivíamos en la misma casucha de barro que había levantado nuestro antecesor. Estaba cubierta de paja, y debajo del alero albergaba innumerables nidos de gorriones. Por fuera, las paredes estaban todas agrietadas y eran nido de culebras. No nos cansábamos de echar en los resquicios agua hirviendo del samovar. Cuando llovía fuerte, el agua se colaba por el techo, que era muy bajo, sobre todo en el portal. Para recogerla, ponían en el suelo barreños y palanganas. Los cuartos eran pequeños, los cristales de las ventanas turbios, los pisos de los dos dormitorios y del cuarto de los niños, de barro, donde anidaban a sus anchas las pulgas. El comedor estaba entarimado y todas las semanas fregaban el piso con arena. El del cuarto principal de la casa, que medía ocho pasos de largo y al que daban el pomposo nombre de “salón”, estaba encerado. En esta sala era donde se alojaba, cuando venía, la Coronela. En el jardincillo que había delante de casa se alineaban unas cuantas acacias amarillas y rosales blancos y colorados, y en el verano grandes matas de “habas de España”. El patio o corral no estaba cerrado con empalizada. En un pabellón grande de barro, techado con teja y construido ya por mi padre, se albergaban el taller, la cocina para el personal y el cuarto de la servidumbre. A continuación estaba el granero “pequeño”, de madera, y luego venía el granero “grande” y en seguida el “nuevo”, todos con techumbre de caña. Para que no pudiera penetrar el agua y el trigo no se pudriese, los graneros estaban levantados sobre piedras. En la canícula y en la época de los hielos se recogían aquí, entre el suelo y las tablas, los perros, los cerdos y las aves. Las gallinas buscaban, para poner, los rincones más recatados. Muchas veces, tenía que ir yo, arrastrándome por entre las piedras, a sacar los huevos del nido, pues el cuerpo de un adulto no hubiera podido colarse por allí. Sobre la techumbre del granero grande venían a anidar todos los años las cigüeñas, y levantando al cielo su pico colorado, se tragaban ranas y culebras. Era muy desagradable de ver. Se veía colgar el cuerpo de la culebra y parecía como si estuviese devorando por dentro al pájaro. En el granero, dividido en varios compartimentos, se amontonaban el oloroso trigo candeal, la cebada, de ásperas aristas; las simientes del lino, suaves, escurridizas, casi fluidas; las negras perlas de la colza, con sus reflejos azulinos; la avena, delgada y ligera.

Cuando en casa hay una visita de respeto, a los chicos nos es permitido ir a jugar al escondite a los graneros. Y heme aquí trepando por el tabique de uno de los compartimentos, tirándome a lo alto de un montón de trigo y dejándome resbalar por la otra vertiente. Los brazos se entierran hasta el codo y las piernas hasta la rodilla en la avalancha de trigo, los zapatos, no pocas veces agujereados, y la camisa se llenan de granos. La puerta del granero está cerrada; alguien ha colgado por fuera el candado, para disimular, pero sin echar la llave, pues así lo requieren las reglas del juego.

Me veo tumbado en el frescor del granero, enterrado entre el trigo, respirando el polvillo vegetal, y oigo a Senia W. o a Senia Ch. o a Senia S., a mi hermana Lisa o a cualquiera de los otros rondar por la corraliza y descubrir a los que se han escondido; pero conmigo, enterrado entre el trigo fresco, no consiguen dar.

Las cuadras y los establos de los caballos, las vacas y los cerdos y las jaulas de las aves están del otro lado de la casa. Todo construido primitivamente, con argamasa de barro, ramaje y paja. Como a unos cien pasos de la casa está el pozo, y detrás una presa que riega los huertos de los campesinos. Todas las primaveras la crecida rompía la presa, y había que volver a reforzarla con paja, tierra y boñigas secas. En un pequeño altozano, junto a la presa, levantábase el molino, una barraca de madera que daba albergue a una pequeña máquina de vapor de diez caballos de fuerza, y a dos muelas. Aquí se pasaba mi madre la mayor parte de su afanosa vida, durante los primeros años de mi niñez. El molino no trabajaba sólo para la finca, sino para cuantos quisieran venir a moler a él, en diez o quince vertstas a la redonda. Los campesinos acudían con sus sacos de trigo y pagaban un diezmo por la molienda. En tiempo de calor, antes de la trilla, el molino trabajaba las veinticuatro horas del día, y cuando yo supe ya escribir y contar, me mandaban muchas veces pesar el trigo de los campesinos y calcular lo que había que separar por la maquila. Una vez recogida la cosecha, el molino se cerraba, empleándose la máquina para trillar. Más adelante, instalaron un motor fijo, y las paredes del nuevo molino eran de piedra y la techumbre de teja. La antigua casucha del Coronel cedió también el puesto a una casa grande de ladrillo con techumbre de chapa ondulada. Pero todo esto ocurría cuando yo tenía ya cerca de diez y siete años. Recuerdo que en las últimas vacaciones había intentado calcular la distancia entre las ventanas y la medida de las puertas, pero no lo conseguí. Cuando volví a la aldea, ya estaban echados los cimientos, de piedra. No volvió a presentárseme ocasión de habitar la nueva morada, donde hoy tiene su hogar una escuela de los Soviets

Muchas veces, los labriegos tenían que estarse semanas enteras esperando la molienda. Los que vivían cerca, ponían los sacos en turno y se iban a sus casas. Pero los que tenían la casa lejos, se acomodaban en sus carros, y cuando llovía dormían encima de los sacos, en el molino.

A uno de estos aldeanos le desapareció un día una brida del aparejo. Alguien le dijo que había visto a un muchacho, hijo de otro labriego, andar con su caballo. Revolviendo en el carro de su padre, apareció la brida escondida entre el heno. El padre del ladronzuelo, un aldeano barbudo de rostro sombrío, santiguose vuelto hacia Oriente y juró que la culpa era toda del maldito muchacho, que era un pillo, que él no tenía arte ni parte en el robo y que iba a arrancarle las entrañas.

Pero el otro no le creía. Entonces, el padre, cogiendo al chico por el pescuezo, le derribó en tierra y se puso a azotarlo despiadadamente con el cuerpo del delito. Yo observaba esta escena por entre las espaldas de los mayores, que hacían corro. El muchacho clamaba y juraba que no volvería a hacerlo. Y aquellas almas de Dios escuchaban impasibles los chillidos de la víctima, fumando tranquilamente los cigarrillos liados por su mano y mascullando para sus barbas que el otro daba de azotes al rapazuelo para descargar sobre él la culpa, pero que a quien había que azotar era al padre.

Detrás de los graneros y los establos alzábanse los cobertizos, techumbres gigantescas de más de setenta pies de largo —unas de paja y otras de caña—, sostenidas sobre estacas, y sin muros. Bajo estos cobertizos se amontonaban grandes parvas de trigo, que luego, en los tiempos de lluvia o de tormenta, se aventaban o trillaban. Detrás de los cobertizos estaba la era, donde se hacía la trilla.

Y más allá, separado por una zanja, el aprisco, hecho todo de estiércol seco.

Mi niñez se halla toda asociada a la casucha del Coronel y al viejo sofá del comedor. En este sofá, chapado de madera roja imitando caoba, era donde yo me sentaba para tomar el té, para comer, para cenar, donde jugaba con mi hermana a las muñecas y donde, más tarde, me entregaba a la lectura. La tela estaba rota por dos sitios. Tenía un agujerito pequeño del lado donde se sentaba Iván Vasilievich y otro, bastante mayor, donde yo tomaba asiento junto a mi padre.

—Ya va siendo hora de ponerle otra tela al sofá —dice Iván.

—Sí, ya va siendo hora —asiente mi madre—. No hemos vuelto a forrarlo desde el año en que mataron al Zar.

—No llevo otra cosa en el pensamiento —alega mi padre— cuando bajo a la villa. Pero, ya sabéis lo que ocurre, se harta uno de correr de acá para allá, el cochero le clava a uno, no se mira más que salir de allí cuanto antes, y todo se deja olvidado.

Sosteniendo el techo achaparrado, corría a lo largo del comedor una viga pintada de blanco, en la que solían colocarse los objetos más diversos: platos con comida, para que no los alcanzase el gato, clavos, cuerdas, libros, un tintero taponado con papel, un palillero con una pluma vieja, toda oxidada. En aquella casa, no abundaban las plumas. Había semanas en que tenía que cortar con un cuchillo de mesa una pluma de madera, para copiar los caballitos que venían en las ilustraciones de unos cuantos números viejos de la “Niva”. Arriba, en lo alto del techo, en un saliente hecho para recoger el humo, moraba el gato. Allí traía al mundo a sus crías, y, cuando apretaba el calor, bajaba con ellas entre los dientes, dando un salto magnífico. Las visitas un poco altas tropezaban irremisiblemente con la cabeza contra la viga, al levantarse de la mesa, y era costumbre advertirlas del peligro, diciéndoles: ¡Cuidado!, a la par que se apuntaba con la mano hacia arriba.

El mueble más notable que había en la salita, ocupando un espacio considerable, era el piano. Este piano había entrado en casa en una época de que yo me acuerdo ya perfectamente. Una propietaria arruinada que vivía a unas 15 o 20 verstas de nuestra finca, se fue a vivir a la villa y puso en venta los muebles. Nosotros le compramos un sofá, tres sillas vienesas y un piano viejo y averiado que llevaba ya la mar de tiempo arrinconado en el granero con las cuerdas rotas. Nos costó 16 rublos y lo trajeron a Ianovka en un carro. Al desarmarlo, aparecieron debajo de la caja de resonancia dos ratones muertos. Durante varias semanas de invierno, el taller no tuvo más ocupación que arreglar el piano. Iván Vasilievich limpiaba, encolaba, bruñía, sacaba las cuerdas, las ponía tensas, las afinaba. Las teclas volvieron a ocupar su sitio, y a los pocos días el piano sonaba en la sala, con un timbre bastante quebrado, pero irresistible. Los maravillosos dedos de Iván pasaron de los registros del acordeón a las teclas del piano, arrancando a sus cuerdas los acordes de la “Kamarinskaia”, una polka y el cuplé de “Mi amado Agustín”. Mi hermana mayor se puso a estudiar música, y a veces cencerreaba también en el piano mi hermano Alejandro, que había estudiado violín en Ielisavetgrado un par de meses. Al cabo de algún tiempo, yo me puse también a querer deletrear con un dedo las notas por las que había estudiado mi hermano. Pero no tenía oído, y el sentido de la música se me quedó dormido e impotente toda la vida.

En la primavera, el corral convertíase en un mar de lodo. Iván andaba en zuecos de madera, que eran verdaderos coturnos, de su propia confección, y yo, por la ventana, veíale entusiasmado, pues los zuecos añadían más de media arquina a su estatura. A poco, presentose en la finca un talabartero viejo, cuyo nombre no conocía seguramente nadie. Tendría sus buenos ochenta años. Había servido veinticinco años en el ejército, reinando el Zar Nicolás I. De talla gigantesca, ancho de hombros, barba y pelo blancos, levantando con trabajo las piernas del suelo, iba camino del granero, donde había montado su taller ambulante

—¡Estas piernas ya no rigen!

Hace diez años que el viejo se lamenta con las mismas palabras. Pero, en cambio, sus manos, que huelen siempre a cuero, son recias como tenazas. Las uñas, como puntas de marfil, duras y puntiagudas.

—¿Quieres ver Moscú?

—¡Pues claro que quería verlo!

Y el viejo me coge con sus dedazos por debajo de las orejas y me levanta en vilo. Siento que las terribles uñas se me clavan en la carne, y me echo a llorar. Me han engañado. Pataleo, y le mando que me baje.

—¿Ah, no quieres? —torna a preguntar el viejo—. ¡Pues bien, allá tú!

Pero, a pesar, del engaño de que me ha hecho víctima, no me voy de junto a él.

—Sube por la escalera al granero, y mira a ver qué es aquello que se divisa allí, tirado en el suelo.

Yo sospecho que es una nueva añagaza y titubeo. Y resulta que “aquello” es Constantino, el molinero, un mozo joven y Katiuska, la cocinera. Los dos bellos y con ganas de retozar, los dos buenos peones.

—¿Cuándo vas a casarte con Katiuska? —le pregunta mi madre al molinero.

—¿Para qué? ¡Nos va bien así! —responde Constantino—. El casarse cuesta diez rublos, y por ese dinero prefiero comprarle unos zapatos a Katia.

Tras el ardoroso y fatigante verano de la estepa, que culmina en las faenas de la recolección en los lejanos campos, se acerca el temprano otoño, con su carga, en que se resume todo un año de trabajos forzados. La trilla está en su apogeo. Ahora, el centro de toda la actividad es la era, situada como a un cuarto de versta de la casa. Una nube de polvillo de paja se extiende sobre ella. El tambor de la máquina trilladora atruena el espacio. Felipe, el molinero, armado de gafas, lo alimenta.

Tiene la barba negra cubierta de polvillo gris. Desde lo alto del carro le alargan las gavillas, que él toma sin levantar la vista, las desata, las desparrama un poco y las deja deslizarse tambor adentro.

La máquina se ha tragado la gavilla y aúlla como perro que ha hecho presa en un hueso. Por los canales, va saliendo la paja trillada, mientras la manga vomita el tamo. La paja es arrastrada a la parva. Yo, de pie al borde de una tabla, me agarro a la cuerda.

—¡Ten cuidado, no vayas a caer! —me grita mi padre.

Pero es ya la décima vez que caigo, ora contra la paja, ora entre el trigo. Una nube espesa de polvo gris se apelotona sobre la era, el tambor ruge, el tamo se le cuela a uno por la camisa y la nariz, provoca el estornudo.

—¡Eh, tú, Felipe, más despacio! —ordena mi padre, desde abajo, cuando el tambor rompe a retumbar con demasiada furia.

Me agarro a la correa, y ésta se suelta de repente con toda su fuerza y me da en los dedos. Y es un dolor tan fuerte, que se me nubla la vista y no distingo nada. A rastras, me aparto a un lado para que no me vean llorar, y escapo corriendo a casa. Mi madre me lava la mano con agua fría y me venda el dedo. Pero el dolor no cede. Anduve con el dedo hinchado varios días, que fueron días de tortura.

Los sacos, de trigo llenan los graneros y las eras, y se apilan debajo de un toldo, en el patio. Y no es raro ver al dueño de la finca plantado delante de la criba, entre las estacas, enseñando a su gente cómo hay que dar al volante para que el aire se lleve el tamo y luego, con un golpe seco, caiga sobre la lona el trigo limpio, sin que se pierda un solo grano. En las eras y en los graneros, al abrigo del aire, trabajan las máquinas de aechar y clasificar. El trigo sale limpio, en disposición de lanzarse al mercado.

Preséntanse los tratantes, con sus medidas y balanzas de metal en estuches de madera barnizada.

Examinan el trigo, proponen un precio, hacen lo indecible por entregar una cantidad en señal. Los dueños de la finca los reciben cortésmente, los obsequian con té y rebanadas de pan untado de manteca, pero el trigo se queda sin vender. Estos traficantes ya no están a la altura de nuestra explotación. Mi padre ha rebasado los métodos tradicionales y tiene su agente propio en Nikolaiev.

—No me corre prisa vender —dice mi padre—. El trigo no va a pudrirse.

A los ocho días llega una carta de Nikolaiev, o tal vez un telegrama, anunciando que el precio del trigo ha subido en cinco kópeks el pud.

—Así como así —comenta mi padre—, nos hemos ganado mil rublos, que no se los encuentra uno tirados en la calle

Claro que, a veces, acontecía también lo contrario, que los precios bajaban. Los misteriosos efluvios del mercado universal llegaban hasta Ianovka. De vuelta de la villa, mi padre vino diciendo un día, con gesto ensombrecido:

—Dicen que ¿cómo se llama? ah, sí, la Argentina, ha lanzado este año al mercado mucho trigo.

En el invierno todo es quietud en la aldea. Sólo el molino y el taller trabajan incansablemente. En las estufas se quema paja, que los criados traen en grandes brazadas, regándola por el camino, para recogerla luego. Da gusto meter la paja en el hogar y ver cómo arde. Un día, el tío Grigory vino a sacarnos del comedor, que estaba todo lleno de humo azulado, a Olía, mi hermana pequeña, y a mí. Yo no podía ya tenerme en pie. Andaba aturdido, sin distinguir los objetos, y caí desmayado al oír la voz del tío, que me llamaba.

Los días de invierno solíamos quedamos solos en casa, sobre todo, cuando mi padre estaba de viaje, y todo el gobierno de la finca corría de cuenta de mi madre. Yo me estaba muchas veces en la penumbra, apretado contra mi hermanilla pequeña, recostados los dos en el sofá con los ojos muy abiertos, sin atrevernos a respirar. De vez en cuando, irrumpía en el sombrío comedor, dejando entrar una bocanada de hielo, un coloso calzado con gigantescas botas de fieltro y forrado en una pelliza gigantesca, con un cuello imponente, gorro de piel y guantes voluminosos, con la barba cuajada de carámbanos y gritando en la sombra con voz de gigante: —¡Buenas tardes, muchachos!

Acurrucados en una esquina del sofá, llenos de miedo, no encontrábamos fuerzas para contestarle.

El gigante encendía una cerilla y nos descubría escondidos en un rincón. Y, entonces, resultaba que el gigante era nuestro vecino. Cuando la soledad del comedor se nos hacía ya intolerable, yo salía corriendo al portal, a pesar del frío que hacía, abría la puerta, saltaba encima de la piedra —una piedra grande y lisa que había delante del umbral— y me ponía a gritar con todas mis fuerzas, en las tinieblas de la noche: —¡Maska, Maska, ven al comedor, ven al comedor!

Gritaba muchas, muchísimas veces, sin conseguir que Maska acudiese en nuestro socorro, pues a aquella hora la muchacha estaba ocupada en la cocina, en el cuarto de la servidumbre o en otro sitio con sus quehaceres. Por fin, llegaba mi madre del molino, encendía la lámpara, y el samovar empezaba a echar humo.

Por la noche, nos estábamos generalmente en el comedor hasta que, nos rendía el sueño. Era un constante ir y venir, traer y llevar fuentes y platos, dar órdenes y hacer preparativos para el día siguiente. Durante estas horas, mis hermanas y yo, y a veces también la niñera, vivíamos en un mundo sujeto al de los mayores, oprimido por ellos. De vez en cuando, éstos pronunciaban una palabra que evocaba en nosotros no sé qué especiales sugerencias. Entonces, yo guiñaba el ojo a la hermanilla, y ésta echábase a reír disimuladamente, bajo las miradas distraídas de los mayores.

Le hago otra guisada, ella se esfuerza por esconder la risa debajo del tapete de hule, y se da con la frente contra la mesa. Esto me contagia y, a veces, contagia también a mi hermana mayor, que procura comportarse con la dignidad de una mujercita de trece años y oscila entre los pequeños y las personas mayores. Acaso la risa se hace ya demasiado escandalosa, y, entonces, tengo que esconderme debajo de la mesa, deslizarme por entre las piernas de los grandes e ir a recatarme, después de haber pisado el rabo al gato, al cuarto de al lado, que llamaban “el cuarto de los niños”. A los pocos minutos volvía a reproducirse la tempestad de risa. Los dedos, crispados, nos temblaban, y no había manera de sostener un vaso. La cabeza, los labios, los brazos, las piernas, todo se desmadejaba y fundía en aquel mar de risas.

—¿Qué os pasa? —nos preguntaba mi madre, con un gesto de fatiga.

Por un momento cruzábanse los dos mundos, el de arriba y el de abajo. Los mayores se quedaban mirando inquisitivamente para los niños, con mirada cariñosa unas veces y otras, las más, con ceño duro. En este instante, la risa, súbitamente sorprendida y contenida, volvía a estallar. Olia tornaba a esconder la cabeza debajo de la mesa, yo me dejaba caer sobre el sofá, Lisa se mordía el labio y la niñera desaparecía.

—¡Los niños a la cama! —decía la voz de los mayores.

Pero no nos marchábamos, sino que nos escondíamos por los rincones, temerosos de mirarnos a la cara. A la hermanilla pequeña la cogían y se la llevaban; yo me quedaba, generalmente, dormido en el sofá, hasta que venía alguien y me cogía en brazos. A veces, medio en sueños, rompía a llorar a gritos. Veíame cercado de perros o de serpientes que silbaban, o era una cuadrilla de ladrones que me asaltaban en despoblado. La pesadilla del niño invadía por un instante el mundo de los mayores. Por el camino, tranquilizábanme, me acariciaban y me besaban. Tal era la cadena: de la risa al sueño, de éste a la pesadilla, de la pesadilla al despertar y vuelta al sueño, esta vez entre los edredones de la tibia alcoba.

El invierno era la estación en que se hacía más vida de familia. Había días en que ni mi padre ni mi madre salían de casa. Los hermanos mayores venían a pasar con nosotros las vacaciones de Navidad. Los domingos solía presentarse Iván armado de peine y tijeras, bien lavado y peinado, y nos cortaba el pelo, primero a mi padre, luego a Sacha, el que estudiaba en el Instituto, y, por fin, a mí.

—¿Sabe usted el corte de pelo a la Capule? —pregunta el estudiante bisoño.

Todos se quedan mirándole, y Sacha cuenta lo maravillosamente que le había cortado el pelo un peluquero en Ielisavetgrado y cómo ello le valió al día siguiente una severa reprensión del inspector del colegio.

Después de cortarnos el pelo, nos sentábamos a comer. Mi padre e Iván ocupaban los dos sillones de las cabeceras de la mesa y los niños nos acomodábamos en el sofá, con la mamá enfrente. Iván se sentó siempre a la mesa con nosotros hasta que se casé. Las comidas, en invierno, discurrían lentamente y con largas sobremesas. Iván poníase a fumar y lanzaba al aire graciosos anillos de humo. A veces, mandaban a Sacha o a Lisa que leyesen en voz alta. Mi padre dormitaba en el banco de la estufa, y le molestaba que le sorprendiésemos cabeceando. Por la noche, después de cenar, alguno que otro día, se jugaba a las cartas, a un juego familiar muy gracioso, entre chanzas y risas, aunque poníamos en él mucha pasión, y no faltaban, de vez en cuando, las disputas. Lo que más nos tentaba era hacerle trampas a mi padre, que jugaba sin poner atención y se echaba a reír si perdía; en cambio, mi madre jugaba mejor, se apasionaba por las jugadas y ponía todos sus cinco sentidos en no dejarse engañar por el hermano mayor.

De Ianovka a la oficina de Correos más próxima habla 23 kilómetros, hasta la más cercana estación de ferrocarril, 35. Vivíamos lejos de las autoridades, del comercio, de los centros urbanos, y mucho más lejos todavía de los grandes acontecimientos históricos. Allí, la vida estaba regida exclusivamente por el ritmo de las labores del campo. Todo lo demás era indiferente. Todo, menos los precios del mercado de granos. Por entonces aún no llegaban a las aldeas periódicos ni revistas. Esto, aconteció mucho después, cuándo yo estudiaba ya en el Instituto. Y sólo de tarde en tarde, cuando se presentaba la ocasión de mandarlas por mano de alguien, se recibían cartas. A lo mejor, un pariente o un vecino a quien entregaban en Bobrínez una carta para nosotros la traía en el bolsillo un par de semanas. En aquellos tiempos, recibir una carta era un acontecimiento, y recibir un telegrama no digamos, una catástrofe.

Me habían asegurado que los telegramas iban por un alambre, pero yo veía por mis propios ojos que el despacho lo traía de Bobrínez un mandadero a caballo, a quien le daban por el servicio dos rublos y 50 kópeks. Los telegramas eran papelitos con unas cuantas palabras escritas a lápiz.

¿Cómo iba a pasar aquello por el alambre empujado por el viento? Es por electricidad, me explicaron. Pero la explicación lo ponía todavía más oscuro. Mi tío Abraham se esforzó un día por aclararme el misterio.

—Mira, por el alambre pasa una corriente y marca signos en una cinta de papel. ¡A ver, repítelo!

—La corriente —torné a decir yo— pasa por el alambre y marca signos en una cinta papel.

—¿Entendido?

—Entendido Pero entonces, ¿de dónde sale la carta? —le pregunté, con el pensamiento puesto en el papelito azul del telegrama.

—La carta viene aparte —me contestó el tío.

Yo no me explicaba para qué la corriente, si la “carta” había de traerla un propio a caballo. Mi tío empezó a enfadarse y a chillar.

—Deja la carta estar, chiquillo. ¡Estoy explicándole el telegrama, y él vuelta con la dichosa carta!

Y el misterio se quedó sin aclarar.

Recuerdo que teníamos en casa de visita a una señora joven de Bobrínez, Polina Petrovna, con unos grandes pendientes y un mechón de pelo que le caía sobre la frente. Mi madre la acompañó en su viaje de regreso a la villa y me llevó con ella. Al doblar el alto, como a unas once verstas de la aldea, vimos los postes del telégrafo y los hilos empezaron a zumbar.

—¿Cómo se pone un telegrama? —le dije a mi madre.

—Pregúntale a Polina Petrovna; ella te lo dirá —me contestó mi madre, un tanto perpleja.

He aquí la explicación de Polina:

—Los signos que aparecen en la cinta representan letras, el telegrafista las escribe en un papel y el repartidor, a caballo, lo lleva al punto de destino.

Esto ya se entendía.

—¿Y por dónde va la corriente, que no se ve? —volví a preguntar, apuntando para los hilos.

—La corriente va por dentro —me contestó la señora—. Los alambres son una especie de tubitos que llevan por dentro la corriente.

También esto se entendía. Por algún tiempo, me quedé tranquilo. Aquello de los fluidos electromagnéticos de que, años más tarde, había de hablarnos el profesor de Física, me pareció bastante menos fácil de comprender.

Mis padres, de carácter tan distinto, se llevaban bastante bien, aunque en una vida de trajín como la suya no podía faltar, naturalmente, alguna que otra desavenencia. Mi madre descendía de una de esas modestas familias burguesas de las ciudades que miran con desdén a los aldeanos de manos encallecidas. En sus años mozos, mi padre había sido un hombre hermoso, esbelto, de rostro enérgico y varonil. A fuerza de ahorros, consiguió reunir algún dinero, con el que más tarde adquirió la finca de Ianovka. Su mujer, trasplantada de pronto de la capital provinciana a la estepa, tardó en adaptarse a las duras condiciones de la vida del campo, hasta que se entregó a ellas por entero, para no dejar ya, en cerca de cuarenta y cinco años afanosos, el yugo del trabajo. De ya, en cerca de cuarenta y cinco años afanosos, el yugo del trabajo. De los ocho hijos que tuvo sólo vivieron cuatro. Yo era el quinto. Cuatro murieron de niños, unos de la difteria, otros de la escarlatina, inadvertidos casi, como los que quedábamos. La tierra, el ganado, el molino, la recolección, absorbían todas las energías y preocupaciones de aquella casa. Las estaciones se sucedían, y la rotación de las faenas no dejaba tiempo ni humor para emplearlos en la vida de familia. Allí no había —a lo menos, no las hubo en los primeros años— caricias ni ternuras. Pero entre mis padres reinaba esa profunda unión que hace la comunidad en el trabajo.

—Dale a tu madre una silla —solía decirnos mi padre, tan pronto como aquélla aparecía en el umbral de vuelta del molino, toda cubierta de harina.

—¡Prepara aprisa el samovar, Maska! —ordenaba ella, apenas entraba en casa— que tu padre va a llegar de un momento a otro.

Los dos sabían bien lo que era estarse trabajando de la mañana a la noche y volver a casa agotados por la fatiga.

Mi padre era, indudablemente, superior a mi madre, lo mismo en inteligencia que en carácter. Era más profundo, más ponderado, más sociable. Tenía un golpe de vista sorprendentemente certero, igual para las cosas que para las personas. En los primeros años sobre todo, en mi casa se compraban muy pocas cosas, pues allí se conocía el valor del dinero; pero mi padre sabía siempre lo que compraba. Lo mismo daba que se tratase de telas, de sombreros o de zapatos, que de un caballo o una máquina; acertaba siempre a elegir lo bueno.

—No creas que amo el dinero —solía decirme años más tarde, disculpándose de su espíritu ahorrativo—, lo que no me gusta es verme en falta.

Hablaba una mezcla rara: de ruso y ucraniano, en la que predominaba el dialecto regional. A las personas las juzgaba por sus maneras, por la cara, por su modo de comportarse, y rara vez se equivocaba.

Los muchos partos y trabajos acabaron por enfermar a mi madre, que hubo de irse a consultar con un médico de Kharkov. Un viaje de éstos constituía un acontecimiento magno para el que había que prepararse con gran antelación. Mi madre se estuvo varios días pertrechando de dinero, tarros de manteca, una saquita de bizcochos, pollos asados y qué sé yo cuantas cosas más. Se preparaban grandes desembolsos. El médico cobraba tres rublos por la consulta. Era una cantidad inaudita, y nos lo contábamos unos a otros y se lo referíamos a las visitas con gesto muy solemne; un gesto que expresaba el respeto que sentíamos por la ciencia y el dolor de que costase tan cara, a la par que un cierto orgullo de poder resistir tarifas tan considerables. Todos esperábamos ansiosamente el regreso de la viajera. Esta presentose ataviada con un vestido nuevo, que puso una nota de grave solemnidad en el comedor aldeano.

De pequeños, mi padre nos trataba con más dulzura, y de un modo más igual que mi madre, la cual se sentía muchas veces irritada, en ocasiones sin saber por qué, y descargaba sobre nosotros su cansancio o el malhumor que le causaban los reveses económicos. A lo primero era más cuerdo entenderse con mi padre que con ella. Pero con los años, también él fue haciéndose más severo.

Contribuían a ello las dificultades de los negocios, las preocupaciones, que aumentaban conforme se iba extendiendo la hacienda, y que se agudizaron especialmente al sobrevenir la crisis agraria del último cuarto de siglo, y los disgustos y desengaños que le daban los hijos.

En las largas horas del invierno, cuando la nieve de la estepa envolvía por todas partes la aldea, llegando hasta el alféizar de las ventanas, mi madre gustaba de entregarse a la lectura. Sentábase en el banquito triangular de la estufa que había en el comedor, con las piernas puestas en una silla, o se acomodaba en el sillón de mi padre, junto a la ventana cubierta de hielo, ya atardecido, y se ponía a leer, mascullando la lectura en voz alta, una novela toda manoseada, traída de la Biblioteca pública de Bobrínez, y conforme leía, iba pasando por las líneas sus dedos encallecidos. Muchas veces, perdía las palabras y deteníase en las frases más difíciles. Y no era raro que alguno de sus hijos le interpretase de palabra lo leído, aunque cambiando el sentido de raíz. No importa; ella seguía leyendo, obstinada e incansablemente, y en las horas libres de los tranquilos días invernales, oíase ya desde la puerta el rítmico mascullar de su lectura.

Mi padre aprendió a deletrear de viejo, para poder, cuando menos, descifrar los títulos de mis libros. En 1910, estando en Berlín, me emocionaba ver a aquel hombre que hacía esfuerzos porfiados por entender el título de mi obra sobre la Socialdemocracia alemana. Al estallar la revolución de Octubre, mi padre gozaba ya de una posición bastante holgada. Mi madre murió en 1910, pero él alcanzó aún a conocer el régimen soviético. En el apogeo de la guerra civil, tan furiosa y tan larga en las regiones del Sur, y acompañada de un eterno cambio de gobiernos, hubo de recorrer a pie, a los setenta y cinco años, cientos de kilómetros, hasta encontrar refugio, por poco tiempo, en Odesa. Tenía que huir de los rojos, que le perseguían por ser terrateniente, y de los blancos, que no podían olvidar que era mi padre. Cuando las tropas soviéticas se adueñaron del Sur y lo limpiaron de blancos, pudo trasladarse a Moscú. La revolución le despojó, naturalmente, de todo lo que tenía. Estuvo dirigiendo más de un año una pequeña fábrica de harinas del Estado, situada en las inmediaciones de la capital. Zuriupa, que regía entonces el Comisariado de Subsistencias, gustaba de departir con él sobre asuntos económicos. Mi padre murió del tifus en la primavera de 1922, en el preciso momento en que yo desarrollaba un informe ante el Cuarto Congreso de la Internacional comunista.

El lugar más importante de Ianovka era, sin duda alguna, el taller en que trabajaba Iván Vasilievich Grebeni. Había entrado a servir con mis padres a los veinte años, precisamente en el año en que nací yo. Nos tuteaba a todos los hermanos, aun a los mayores, y nosotros le tratábamos de usted y le llamábamos Iván Vasilievich. Cuando le llegó la edad de entrar en filas, se fue mi padre con él a la ciudad, sobornó a no sé quién y consiguió que Iván siguiese en la finca. Era hombre de gran valer y hermosa estampa; gastaba bigote de color castaño y perilla. Sus conocimientos mecánicos eran universales: lo mismo reparaba máquinas de vapor y limpiaba calderas que torneaba bolas de metal y de madre, o fundía bronce y construía coches de muelles; arreglaba relojes, afinaba pianos y tapizaba los muebles, y había llegado a construir, pieza por pieza, una bicicleta, a la que sólo faltaban los neumáticos. En esta bicicleta aprendí yo a montar durante las vacaciones que tuve entre la enseñanza primaria y el ingreso en el Instituto. Los colonos alemanes de las inmediaciones traían al taller sus máquinas segadoras y agavilladoras para que Iván se las arreglase, y tomaban su consejo antes de decidirse a comprar una máquina trilladora o de vapor. Mi padre servíales de consejero en cuestiones económicas; Iván era su asesor técnico. En el taller trabajaban oficiales y aprendices. Y en no pocas cosas, yo era aprendiz de los aprendices.

Era entretenidísimo aquello de forjar tornillos y clavos, pues en seguida veía uno entre las manos, tangible, el fruto de su trabajo. A veces, poníame a batir colores sobre una piedra bien pulida, pero me cansaba pronto y no se cesaba de preguntar si ya era bastante. Iván, tocaba la mezcla grasa con la punta de los dedos y meneaba negativamente la cabeza. Y yo, que no podía más, entregaba la tarea a uno de los aprendices.

Algunos ratos, Iván Vasilievich se sentaba en un rincón encima de la caja de la herramienta, detrás del banco, y poníase a fumar con la mirada distraída, acaso pensativo o entregado a sus recuerdos, acaso simplemente descansando sin pensar en nada. Yo solía acercarme a él de lado y me ponía a retorcerle suavemente una de las guías de su magnífico bigote, o me quedaba mirando con atención para sus manos, aquellas manos extrañas de maestro y de obrero. Tenían toda la piel salpicada de puntitos negros: esquirlas casi invisibles que se quedaban, allí enterradas. Los dedos, duros como raíces, pero sin ser ásperos, anchos en la yema y rapidísimos de movimiento; el pulgar, bastante separado de los demás y un poco arqueado. Cada uno de aquellos dedos parecía poseer una conciencia propia, vivía y se movía a su manera, y todos juntos formaban un falansterio extraordinario. A pesar de ser tan pequeño, yo veía y comprendía que aquellas manos empuñaban el martillo y las tenazas de modo distinto a las de los otros. Una cicatriz le cruzaba al sesgo el pulgar de la mano izquierda. El mismo día en que yo nací, Iván se había dado con el hacha en el dedo que le quedó colgando, adherido nada más por un trocito de piel. El maquinista, que era entonces muy joven, colocó la mano sobre una tabla, y ya se disponía a cortar el dedo del todo, cuando mi padre, que le vio desde lejos, le gritó: —¡Eh, quieto, que el dedo se volverá a unir!

—¿Cree usted que se volverá a unir? —preguntole el maquinista, dejando a un lado el hacha.

Y en efecto, el dedo volvió a adherirse y trabajaba concienzudamente, aunque no alcanzaba a doblarse tanto como el de la mano derecha.

Iván había remontado para perdigón la vieja carabina de chispa, y probaba la precisión del tiro.

Todos fueron desfilando por turno; la prueba consistía en apagar una vela encendida disparando a unos cuantos pasos. Pero no todos lo conseguían. Por casualidad, presentose mi padre y quiso probar también su puntería. Las manos le temblaban y sostenía torpemente la escopeta. No obstante, apagó la vela. Tenía para todo un ojo certero, e Iván lo sabía. Entre ellos, no surgían nunca disputas ni diferencias, y eso que mi padre era de un carácter bastante ordenancista y dado a la crítica y a la censura.

Yo no carecía nunca de ocupación en el taller. Unas veces tiraba del fuelle —era un sistema de ventilación inventado por Iván, en que el ventilador no estaba a la vista, sino que quedaba oculto en el suelo, cosa que causaba la admiración de todos los visitantes— y otras veces daba hasta que no podía más al torno del banco, sobre todo cuando se trataba de tornear bolas de madera seca de acacia para jugar al crocket. En el taller escuchábanse conversaciones interesantísimas, en las cuales no siempre se respetaban los límites de lo honesto. Al contrario, muchas veces se faltaba a ellos abiertamente. Mis horizontes iban dilatándose por días y por horas. Foma nos contaba las fincas en que había servido e inacabables aventuras de sus señores y de sus señoras. Y no parece que sintiese gran simpatía por ellos. Felipe, el molinero, enhebraba en este tema los recuerdos de sus tiempos de soldado. Iván Vasilievich hacía preguntas, mediaba, completaba.

Yaska el fogonero, que a veces desempeñaba también funciones de herrero, hombre rubio y seco como de unos treinta años, no sabía estarse quieto mucho tiempo en el mismo sitio. Cuando le acometía el arrebato, fuese en el otoño o en la primavera, desaparecía, para reaparecer a la vuelta de medio año. Bebía pocas veces, pero cuando bebía era a grandes dosis y alcohol muy fuerte.

Sentía una pasión ciega por la caza, pero había convertido la carabina en aguardiente. Foma contaba que un día se había presentado en una tienda de Bobrínez descalzo, con los pies cubiertos de tierra negra, pidiendo pistones para cartuchos de caza. Dejó caer la caja que estaba sobre el mostrador, se agachó a recoger los pistones caídos, y como el que no quiere la cosa, puso el pie encima de uno y se lo llevó pegado a la tierra.

—¿Es verdad eso? —preguntó Iván.

—Pues claro que lo es —contestó Yaska—. ¿Qué quería usted que hiciese, si no tenía un cuarto?

A mí, este procedimiento para conseguir un objeto apetecido o necesario parecíame plausible y diario de ser imitado.

—Ha venido nuestro Ignacio —dijo Maska la criada— y Dunika se ha marchado a su casa a pasar las fiestas.

Llamaba a Ignacio, el fogonero, el “nuestro” para distinguirlo de Ignacio el giboso, antecesor de Taras en la alcaldía de la aldea.

“Nuestro”. Ignacio, que había entrado en quintas, volvía de la ciudad. Iván midiole el pecho antes de marchar y aseguró que le darían por inútil. La comisión de reclutamiento le tuvo un mes recluido en el hospital, en observación. Aquí trabó conocimiento con unos cuantos obreros y decidió probar suerte en una fábrica. Ignacio volvía ahora a la aldea, calzado con botas urbanas, envuelto en una pelliza con vueltas de color y haciéndose lenguas de la ciudad, del trabajo, del orden, de los tornos, de los jornales.

—¡Claro, una fábrica! —le interrumpió Foma, gruñendo.

—Has de saberte que una fábrica no es un taller —intervino Felipe. Y las miradas de todos vagaron distraídamente por el taller adelante.

—¿Muchos tornos? —preguntó codicioso Víctor.

—Parecía un bosque.

Y yo, que escuchaba sin pestañear aquella conversación, imaginábame la fábrica como un tupido bosque de máquinas: máquinas arriba y abajo, a derecha e izquierda, delante y detrás, y moviéndose por entre ellas, Ignacio, ceñido por un cinturón de cuero. Además, Ignacio había traído de su excursión un reloj, que pasaba de mano en mano, entre la admiración de todos.

Al atardecer, mi padre paseábase por las inmediaciones de la casa con el recién llegado, seguidos ambos por el inspector de la finca. Yo seguíales afanoso, tan pronto al lado de mi padre como junto al fogonero.

—Bien, ¿y la comida? ¿No tienes que comprarte el pan y la leche y pagar el cuarto?

—Sí, es verdad —asentía Ignacio—, hay que pagarlo todo pero el jornal da para ello.

—Ya sé, ya sé que los jornales son mayores que en la aldea, pero todo lo que se gana se gasta en mantenerse.

—Pues mire usted —debatíase Ignacio con tesón—, a pesar de todo, en el medio año que llevo ya me he hecho un poco de ropa y he comprado un reloj. Aquí lo tiene usted —y volvía a sacar el mecanismo. Este argumento era irrebatible. El patrón guardaba silencio un momento, para volver en seguida al ataque—: Y dime Ignacio, ¿no te has aficionado a beber? No faltarán buenos maestros que te enseñen

—No, no me da por el aguardiente.

—¿Y qué, piensas llevar contigo a Dunika? —pregúntale mi madre.

Ignacio sonríe, como si rehuyese la pregunta sabiéndose culpable, y no contesta.

—¡Ah, ya veo —torna a decir mi madre— que te has echado otra por allá! ¡Confiésalo, bribón!

E Ignacio se fue definitivamente a trabajar a la ciudad.

A los niños nos estaba prohibido entrar en el cuarto de la servidumbre. Pero cuando no nos veía nadie, nos introducíamos allí. Siempre había alguna novedad interesante. Durante mucho tiempo, tuvimos de cocinera a una mujer de pómulos salientes y nariz medio en ruinas. Su marido, un viejo de cara casi paralítica, era pastor. Los llamaban “kazapos”, porque eran oriundos de una provincia del interior. Tenían una niña de unos ocho años, muy bonita, rubia, de ojos azules, que estaba acostumbrada a que sus padres anduviesen siempre a la greña.

Los domingos, las muchachas se ocupaban en mirar la cabeza a los chicos y ellas entre sí. Encima de un manojo de paja, en el cuarto de la servidumbre, descansaban una al lado de otra, las dos Tatianas, la grande y la pequeña. Afanasy, el mozo de cuadra, hijo de Pud el inspector y hermano de Parasika, la cocinera, se sentaba atravesado entre las dos, con las piernas puestas encima de la pequeña y la cabeza apoyada en la mayor.

—¡Qué te parece, qué vago! —decía envidiosamente el inspector joven—. ¿No es hora de ir a dar de beber a los caballos?

Este Afanasy, el rubio, y Mutusok, el moreno, eran los espíritus malos que me atormentaban.

Siempre que me presentaba allí a la hora de repartir la sopa o la “kacha”, sonaba inevitablemente la misma voz burlona: —¿Por qué no te sientas a comer con nosotros, Liova? O bien: —Vamos, Liovita, vete a decirle a tu mamá que nos mande unos pollos

Yo me retiraba, perplejo. En Pascua, les ponían pasteles pascuales y huevos pintos. Mi tía Raisa era maestra en esto de pintar huevos. Un día, trajo varios de la colonia, y me dio dos. Detrás de la bodega en un poco de pendiente, estaban jugando a los huevos echándolos a rodar para que chocasen y ver cuál era el más fuerte. Yo llegué ya al final; todos se habían ido, menos Afanasy.

—¡Mira qué bonito! —le dije, enseñándole uno de los huevos que me había regalado la tía.

—No está mal —replicó el otro, en tono displicente—. ¿Quieres que los echemos a reñir a ver cuál es más fuerte?

No me atreví a rechazar el reto. Afanasy echó los dos huevos a rodar, y el mío se descascaró por la punta.

—Ha vencido el mío —dijo mi contrincante—. Veamos ahora el otro.

Sin atreverme a replicar, le entregué el segundo, y Afanasy repitió la prueba.

—También éste es mío.

Y guardándose los dos huevos se alejó muy tranquilamente sin mirar para atrás. Yo le seguí con la vista, todo asombrado y a punto de romper a llorar; pero la cosa no tenía remedio.

Los obreros que trabajaban en la finca todo el año eran pocos. La mayoría de los que hacían las faenas de la recolección, que llegaban a cientos, eran obreros de temporada, de las provincias de Kier, Tchernigov y Poltava, a los que se ajustaba hasta el 1.º de octubre. Cuando la cosecha venía buena, la provincia de Kherson ocupaba hasta 200 o 300 mil jornaleros de éstos. Los segadores cobraban de 40 a 50 rublos por los cuatro meses del verano, y mantenidos, y las mujeres de 20 a 30 rublos. Dormían a campo raso, y en tiempo de lluvia en los pajares. Les daban de comer, a medio día una especie de pote, el “borchtch”, y la “kacha”, y para cenar una papilla de mijo. Carne, no la veían nunca, y la grasa era toda vegetal, y tampoco muy abundante. La comida daba lugar, a veces, a pequeños plantes. Los jornaleros abandonaban los campos, congregábanse en el patio, se tumbaban boca abajo a la sombra de los graneros con las piernas desnudas, todas picadas y arañadas por la paja, y esperaban tranquilamente. Dábanles leche cuajada o melones, o medio saco de pescado seco, y se volvían al trabajo, a veces cantando. Así ocurría en todas las fincas.

Había segadores viejos, nervudos, tostados por el sol, que llevaban diez años viniendo a Ianovka, pues sabían que para ellos nunca faltaba trabajo. Éstos cobraban unos cuantos rublos más que los otros y se les daba de vez en cuando un vasito de vodka, porque eran los que llevaban el ritmo del trabajo. Muchos traían detrás a sus numerosas familias. Venían a pie desde sus provincias, andando un mes entero muchas veces, alimentándose de pan y durmiendo al cielo raso. Un verano, todos los jornaleros se enfermaron de ceguera nocturna. Al trasponerse el sol perdían la vista y se movían lentamente, con los brazos extendidos. Un sobrino de mi madre, que estaba con nosotros pasando unos días, mandó un artículo a un periódico sobre el caso, y no pasó desapercibido, pues a los pocos días el “zemstvo” envió a un inspector. Mi padre y mi madre querían mucho al articulista, pero aquello no les gustó. Tampoco él estaba contento. Sin embargo, la cosa no trajo consecuencias desagradables. De la inspección resultó que la enfermedad era debida a la falta de grasa en la alimentación y que estaba extendida por casi toda la provincia, pues en todas partes se daba la misma comida a los jornaleros, y en algunos sitios todavía peor.

En el taller, en el cuarto de la servidumbre, en los rincones del patio, la vida me ofrecía una faz distinta y más gozosa que en el seno de la familia. La película de la vida no tiene fin, y yo estaba empezando. Mi presencia, mientras fui pequeño, no estorbaba a nadie. Las lenguas se desataban, sobre todo cuando no estaban delante Iván ni el administrador, pues estos dos pertenecían ya, en parte, al círculo de los señores. Iluminados por el resplandor de la fragua o de la cocina, mis padres, familiares y vecinos cambiaban de aspecto. Muchas de las conversaciones escuchadas entonces se me han quedado grabadas para siempre en la memoria. Y no pocas de las cosas que allí oí echaron los cimientos sobre los que había de levantarse más tarde la actitud adoptada ante la sociedad.

Notas

[1] “Voluntad del pueblo”: es el nombre de un periódico y de una tendencia política de aquella época.

01

David Bronstein, padre de Trotsky

 

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